La edad de hierro – J.M. Coetzee y la conciencia del dolor

Si es cierta mi teoría acerca de que el dolor se cura con dolor, ahora es un buen momento para emprender la lectura de La edad de hierro.

Leí esta novela en enero de 2004, cuando el mundo no tenía nada de especial, y me impresionó tan vivamente que compré y leí algunas novelas más del mismo autor. Pero no fue lo mismo. Recuerdo que ya entonces pensé que había pocas lecturas comparables a La edad de hierro.

Ahora, cuando el mundo se nos ha vuelto hostil de la noche a la mañana, he leído de nuevo La edad de hierro, y he vuelto a caer fascinada.

Coetzee se sirve de esta novela para escribir un tratado sobre el dolor explorando algunas de sus variadas facetas: el dolor físico fruto de la enfermedad; el dolor por la soledad, por la lejanía; el dolor por la vejez y el deterioro; el dolor sordo que mana de una sociedad partida y malograda por el odio; el dolor por una lucha con ideales manipulados (como tan a menudo ocurre con los ideales).

Y, como un violinista reconcentrado sobre su instrumento, Coetzee pulsa con su delicadísima escritura los resortes que nos hacen vibrar y además —dulce paradoja— nos ayudan a no sucumbir. Para que eso ocurra, para que no nos ahoguemos en el dolor, nos sustenta sobre la lucidez y la dureza de la señora Curren y sobre la relación imposible y exquisita que línea tras línea va tejiéndose entre ella y el señor Vercueil.

Lo que sin duda nos dice Coetzee es que no debemos tener miedo de adentrarnos en el dolor, y menos ahora, que el dolor se ha adentrado en nuestra vida sin pedir ni esperar nuestro permiso.


Por detrás del garaje pasa un callejón, tal vez te acuerdas, a veces jugabas allí con tus amigas. Ahora es un sitio desierto y abandonado, donde se acumulan y se pudren las hojas que arrastra el viento.

Ayer, al final de ese callejón, me encontré una casa hecha de cajas de cartón y plásticos con un hombre encogido dentro, un hombre al que ya había visto por las calles: alto, delgado, con la piel curtida por la intemperie y unos colmillos largos y cariados, vestido con un traje gris holgado y un sombrero de ala caída. Llevaba el sombrero puesto y estaba durmiendo con el ala doblada por debajo de la oreja. Un marginado, uno de los marginados que rondan por los aparcamientos de la calle Mill, y piden dinero a la gente que va de compras, beben bajo los pasos elevados y comen de los cubos de basura. Una de las personas sin hogar para las que agosto, el mes de las lluvias, es el peor mes. Dormido en su caja, con las piernas extendidas como una marioneta, boquiabierto. Lo rodeaba un olor desagradable: orina, vino dulce, ropa húmeda y algo más. Algo sucio.

Me quedé un rato mirándolo, observando y oliendo. Un visitante, llegado para castigarme, precisamente en un día como ayer.

Ayer fue también cuando el doctor Syfret me dio la noticia. No era una buena noticia, pero la recibí yo, era mía y solamente mía y no podía rechazarla. Tenía que cogerla en brazos y apretármela contra el pecho y llevármela a casa, sin negar con la cabeza, sin lágrimas. «Gracias, doctor –le dije–. Gracias por su sinceridad.» «Haremos lo que podamos –me dijo él–. Vamos a afrontarlo juntos.» Pero en aquel mismo momento, tras la fachada de camaradería, vi que ya empezaba a alejarse. Sauve qui peut. Debía su lealtad a los vivos, no a los muertos.

Solamente empecé a temblar cuando salí del coche. Después de cerrar la puerta del garaje me tiritaba todo el cuerpo: para recuperarme tuve que apretar los dientes y agarrar el bolso con fuerza. Fue entonces cuando vi las cajas y lo vi a él.

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