Un cabello rubio en mi colada

Los fines de semana aprovecho para poner las lavadoras, normalmente dos.

En invierno lo hago pronto por la mañana. Las mañanas son soleadas y suaves. Las tardes son cortas y húmedas. Hasta las tres de la tarde la ropa se seca, a partir de entonces la ropa vuelve a humedecerse. Si me distraigo y me olvido de recogerla antes de que el sol se ponga, al anochecer la ropa vuelve a estar mojada, incluso más que cuando la saqué de la lavadora, y yo lo vivo como un desafortunado desliz. Si algún día me desubico, o bien tengo otro quehacer que me impide hacer la colada pronto por la mañana, y he de acabar poniendo la lavadora fuera de los horarios de sol y de temperatura suave , de modo que tras el tiempo de lavado he de pasar toda la ropa a la panza de la secadora,  siento que he incurrido en una pequeña traición hacia mi misma, como que se produce un incómodo y leve movimiento de tierras en mi interior.

Tender la ropa en los cuatro cabos de nylon blanco que tenemos instalados en la terraza trasera de la casa es para mí como un baile, como una escenificación privada. Es un ritual, con sus ritmos y con sus normas y con sus pasos que he de ejecutar cuidadosamente. Los calcetines siempre vueltos del derecho y con la pinza por el extremo de los dedos. Las camisetas siempre dobladas a la altura del pecho y con la pinza en el sobaco. Sólo una pinza. La terraza suele quedar protegida del viento, únicamente en días muy ventosos sujetaré la ropa con dos pinzas. Faldas y pantalones siempre por la cintura, con la cinturilla vuelta hacia fuera y las pinzas coincidiendo con alguna costura, en este caso dos pinzas. Toda la ropa ha de quedar respetando siempre un plano horizontal, ni trapos de cocina ni servilletas pueden colgarse sólo por una esquina. Las telas no deben sufrir tensión, a riesgo de que los cuadrados y rectángulos acaben convirtiéndose en trapecios. Las camisas siempre con percha y con el botón superior abrochado. No, no vale abrochar el segundo botón, pues el cuello tomará una forma inapropiada. Bragas y calzoncillos doblados sobre su cinturilla y con la pinza en el lateral. Toallas con las pinzas en sus bordes más exteriores. La misma estrategia usaré para manteles y sábanas. Las bajeras con goma -horror las bajeras con goma- han de colgarse con los laterales doblados sobre sí mismos respetando el ancho que marca la goma, para que quede como un rectángulo embolsado en los bajos.

Tender la colada es como un ritual, como una danza. Tiene sus tiempos. Empiezo por el cabo más atrasado y no ocupo el siguiente cabo hasta que el primero no está lleno. Si es invierno los calcetines van en el extremo Oeste del tendedero, puesto que el sol incide menos en este ángulo. Calcetines y ropa interior son piezas cortas, y no echarán tanto de menos la falta de sol en su parte inferior. Camisetas, camisas, pantalones, han de quedar en el lado Este, cerca de la pared, en esta zona el sol llega con mayor intensidad y ganarán en rapidez de secado. Si es verano, con especial atención en julio y agosto, los pasos se invierten, especialmente con la ropa de color. Esta ha de tenderse a última hora de la tarde, en las horas bajas de sol, o bien incluso de noche, para evitar la línea descolorida que la insolación directa imprime sobre la tela que queda justo por encima del cabo.

Tender tiene algo de terapia, de arte, ¿de obsesión? En mi cesto de pinzas hay pinzas de plástico de distintos colores y hay pinzas de madera de color madera desleído. A menudo me sorprendo a mi misma cuando me doy cuenta de que estoy tendiendo las toallas naranjas con pinzas naranjas, las amarillas con amarillas, las lilas con pinzas azules o rosa fucsia… Nunca dos pinzas de distinto color en una misma pieza. Nunca madera y plástico mezclados. Tender es un disfrute y una pequeña celebración. Con el sol dándome en la espalda, con el aire suave rozando mi piel, con el cielo normalmente azul sobre mi cabeza. La vista siempre incitante de los tejados y las terrazas vecinas, los ruidos de la calle abajo. Reconozco las voces, oigo pequeños lapsos de conversaciones, los niños que ríen y chillan, juegan en la calle –pelotas, patines, mercaditos de verdura donde compran las muñecas-, a lo lejos hay jóvenes que cantan canciones de moda, el júbilo que explota repentino tras un gol en el bar del callejón, el estrépito contenido de una moto. Ruidos y vida vividos desde una atalaya, desde un punto ciego de observaciones, pues solo veo tejados, terrazas y cielo. Nadie me ve. Todo lo oigo.

Tender la colada es un oasis. El mundo puede estar volviéndose loco a mi alrededor: aviones cayendo, bombas explotando, olas desmesuradas arrasando territorios, niños berreando, madres prostituyéndose, hombre corrompiéndose en vida… Entretanto, mi mano busca en dulce inconsciencia una pinza oscura para tender por su extremo inferior un calcetín marrón vuelto del derecho en un huequecito que he dejado junto a su pareja, también marrón, también vuelta del derecho y colgada, también, con una pinza oscura sobre el pliegue de los dedos.

Entonces vuelvo a la zafa de ropa húmeda y revuelta y al estirar una camiseta veo brillar un hilo dorado, largo y dorado, largo y grueso, joven y resuelto cabello dorado que estiro con la misma aprensión que si sacara un cabello ajeno de mi plato de sopa. Lo observo por un largo espacio de tiempo y con la mente en blanco, volviendo de mi estado de feliz inconsciencia. Decididamente sí, parece un cabello rubio en mi colada.

¿Puede que sea un hilo? ¿Puede que sea una telaraña? ¿Puede que sea un resto de borrillas de tantas lavadas que se hayan compactado en una línea larga y dorada?… ¡Ya…! Y puede que sea un erizo con las púas rotas de tanto rodar en el bombo.

No hay duda. Es un largo, joven, resuelto y descarado cabello rubio en mi colada.

Busco sin pensarlo una aguja amarilla en el saquito de las pinzas, y tiendo el cabello por uno de sus extremos en la zona de sombra, no vaya a estropearse con el sol.

Tender es un juego, un juego serio, pero un juego. Siempre he sabido que la vida es juego, claro que es un juego serio y a menudo doloroso, pero aún así es un juego que no debo tomarme en serio pase lo que pase. Como todo juego, tiene sus instrucciones, sus personajes, sus reglas, sus escenarios, sus discusiones, sus zonas de desencuentro, sus juicios y sus decisiones. Es un juego en todo el sentido de la palabra. La vida es azar y es imprevisión. Tender –como la vida- también es azar aunque mucho más controlado, menos azaroso, un pequeño azar de estar por casa. Que me coincida el color de las pinzas que obtengo con la mano derecha con el color de la prenda que tengo esperando en la mano izquierda, ¿qué es?, ¿a qué se debe? ¿Es azar? ¿Es arte? ¿Es fe? ¿Es convencimiento? ¿Es fruto de una tonta y envanecida habilidad personal?

Tender es un arte, no puede ser azar. Nada es azar. Todo es consecuencia. No puede ser azar volver sobre la zafa de la ropa húmeda y revuelta, una semana después, y apreciar de nuevo un brillo dorado y lineal. Estiro del hilo dorado, lo desenrosco de una manga, y lo observo con desdén amarrado entre mi índice y mi pulgar, como un espagueti del uno: fino, cocido y solitario. Es inquietante la visión de un espagueti solitario. Los espagueti no pueden andar por ahí solos, siempre han de ir en grupo, pertenecen a su manada, como los patos cruzando en flecha el atardecer. Aquello que aletea colgado de la pinza que forman mis dedos es de nuevo un cabello rubio, joven, largo, descarado y resuelto. Es grueso y brillante. Es un cabello sano que no debería estar aquí, no debería haberse separado nunca de la manada. ¿Cuál es su manada? ¿Dónde se halla en estos precisos momentos su manada?

Miro al cielo, como siempre que ocurre algo que no comprendo, miro al cielo –o al techo si estoy en lugar cerrado- dando tiempo al tiempo para que aquello inesperado se vuelva por donde ha venido y desaparezca de mi vida sin dejar huella, como si nunca hubiera estado ante mis ojos. Miro al cielo aún sabiendo que mi sortilegio nunca hasta hoy ha funcionado, nunca nada se regresa por donde ha venido. Los imprevistos indeseados o bien se quedan aquí para joderla, o bien desaparecen por el camino opuesto a aquel por el que han venido, y en su paso revuelven todo, desordenan, caotizan, en ocasiones asolan, y tras su paso una tiene que reubicarse de nuevo, replantar, reordenar.

Miro al cielo, con el cabello traspapelado tratando de escapar del pulso de mis dedos, como un ratoncito asustado, como una lagartija pateando desorientada que sostengo con aprensión por el extremo de la cola. Lo alejo de mi misma, tanto como me permite el largo de mi brazo. Nada de lo que hago me ayuda a comprender qué está ocurriendo.

Repaso mentalmente, y es uno de esos momentos en la vida en que percibo como mi cerebro tiene autonomía propia y tiene una capacidad de reacción que ya quisiera yo para mi misma. Repaso mentalmente en milésimas de micro milésimas de décima de segundo: Adriana tiene cuatro años, cabello media melena, de un color tostado infantil, rizos; sus amigas tienen cuatro años, todas ellas con cabellos aún de angelito, suaves e inocentes; Raúl tiene nueve años, amigos de nueve años y sin ninguna rubia de melena espesa a su alrededor; nada de profesoras, ni niñeras, ni monitoras que puedan ser propietarias del cabello desvalido; Juanpe tiene treinta y cinco años, cabello corto –robusto, sí, pero moreno y corto-. Todas las mañanas cuando nos despedimos para iniciar el día de trabajo él me besa con cariño y me dice que me quiere, cuando volvemos a vernos por la tarde-noche de nuevo me besa con cariño y me dice que me quiere, algunas veces me lo dice de palabra, pero siempre me lo dice con la mirada, con la presión de sus manos contra mi hombro, con su interés sobre qué ocurrido en mi día. Juanpe trabaja con hombres, en un taller de pintura de coches, su jefe es hombre, sus compañeros son hombres, no trata directamente con clientes…

¿De dónde carajo sales tú? ¿Por qué carajo vienes a entrometerte en mi oasis?

Sin soltar a mi víctima, busco una aguja amarilla en el saco de las pinzas y cuelgo el cabello por su extremo, esta vez -llevada por un leve resquemor- lo cuelgo en la parte soleada del tendedero, y si te molesta el sol te jodes, pienso dentro de mí en un suspiro.

Tender es mi oasis y también en los oasis ocurren cosas. Los oasis tienen un cielo inmenso sobre sí mismos, un cielo inmenso y azul del que pueden caer improperios que difícilmente una vez caídos pueden volver a descaerse. Lo sé. Como tantas cosas sé sin saber que las sé, o sin tener en cuenta que las sé. Es sabiduría incorporada, que vive en mí como un sustrato desconocido, olvidado o apartado.

Coloco la zafa delante de la puerta de la lavadora, giro el mando hacia la izquierda hasta que señala el cero, las luces se apagan, los ruidos se apagan. Abro la puerta con un clac consistente y seco, potente, hago girar el ojo de buey sobre su eje, pasa rozando la parte superior de mi zafa nueva, la que me regaló Juanpe tras su última visita al Carrefour, sin que nadie se lo hubiera pedido. Me sorprendió. Me sorprendió que me comprara una zafa sin habérsela pedido, sin haber dicho nunca que tender es mi oasis, sin haber detallado cómo debía de ser una zafa para ser una zafa. Esta es simpática, aunque de entrada me produjo rechazo, porque no es redonda, ni es completa, porque no puedo llenarla de agua y poner una bamba de Raúl dentro por haber pisado una mierda de perro en la calle, o por haber metido un pie hasta el tobillo en un charco de barro tras una tarde de lluvia. Esta es una zafa de aire, sus laterales están hechos como de rejas planas. Es una zafa rectangular y enrejada. Su material no es plástico duro, es liviana y sus rejas cimbrean al moverla cargada de ropa.

En cuanto hago rodar el ojo de buey sobre su eje varios calcetines se abocan a la zafa que los espera paciente, algunas mangas se descuelgan por la boca de la lavadora y se quedan a medio aire, sin llegar siquiera a tocar la zafa, como lenguas inertes. Estiro a dos manos y con sumo cuidado toda la ropa, procurando que no se distorsionen las piezas largas, que no ahogue nada entre el ovillo de mangas, que nada haga daño a nada. Es dulzura. Es paciencia. Y ahora también es temor, incertidumbre, aprehensión. No pienses en lo malo, me digo, no tiene porqué volver a ocurrir. Sé –de aquel modo que sé sin saber- que las cosas no se solucionan solas, que cuando algo me llueve encima nunca se desllueve solo. Pero yo me hago como que me hago la loca, y por qué no podría ser que nunca más volviera a aparecer, hasta ahora siempre he tenido suerte, la vida me ha tratado bien, sin sobresaltos, normal, silencio, quietud, nada de líneas quebradas. ¿Por qué debería ser ahora distinto?

Cuelgo las piezas de ropa una a una, como un baile, como un rito, pero algo oscuro sobrevuela mi escenificación. Cuando he de coger otra pieza de la zafa, mi mirada ya no es inocente, no está sola, no es libre. Evito posar mi mirada atenta, ahora son solo ráfagas de necesidad, ese paso de baile se ha estropeado, mi oasis se está derramando, las palmeras se están removiendo en sus raíces, las aguas oscurecen sus fondos, levemente, es imperceptible, pero yo sí sé que se están espesando. Esta vez el polizón aparece tardío, cuando casi confiaba que ya no estuviera. Ahí está, en el fondo de la zafa, cuando solo queda un calcetín de tonos verdes y unas braguitas rosas de Adriana. Lo dejo para el último. Lo agarro con dos dedos casi sin mirarlo. Es largo, espeso, joven, resuelto y dorado como el sol. Lo cuelgo en la zona más castigada, con un pinza verde estridente.

Tender era un oasis. Mi oasis perdido. Más de dos meses con un polizón –una vez incluso fueron dos- inesperado en mi colada, como un cuentagotas de cianuro que va echando una gota cada semana en las tranquilas aguas de mi oasis: ya no quedan peces transparentes que deslicen sus aletas moteadas en el agua clara, ni arañas de patas largas que salten sobre la superficie, ni amebas descoloridas que avancen a fuerza de hipidos, ni invisibles serpientes que se arrastren entre el lodo. Todo arrasado a base de pequeñas dosis de veneno goteado de día en día, de domingo en domingo, delante de mi actitud impertérrita, paralizada, desentendida. ¿Por qué miro al cielo? Mi cuentagotas cargado de cianuro no ha caído del cielo, y no volverá a desaparecer succionado por el cielo raso y azul, tan indefenso como yo.

Estas últimas semanas soleadas de primavera vacío el bombo de la lavadora de una sola brazada y tal cual cae en la zafa, como una bola de ropa revuelta, abro el portón de la secadora e introduzco la bola húmeda y revuelta en las tripas de la máquina. Giro el mando hasta que señala el indicador de “Muy seco” y dejo que mi colada ruede y que ruede encerrada entre las cuatro paredes metálicas y obsesivas al ritmo de mi propio desconsuelo.

Ahora Raúl es el nuevo encargado de vaciar la secadora, tarea incluida en la negociación para la obtención de su escueta paga semanal. Ya cumplió los diez, y este es el número de años establecido en casa para que puedan disfrutar de una paga semanal, siempre contra el desempeño obligado de pequeñas tareas. Recoger la ropa de la secadora significa vaciarla y estirar y doblar cada pieza para que no quede arrugada como una pelota, para que el lunes por la mañana Lucía pueda plancharla y guardarla en sus estantes, cajones o perchas correspondientes en sus armarios correspondientes.

Lucía es una muchacha dicharachera, joven y resuelta. Desde hace unos meses nos ayuda con las tareas de la casa: saca el polvo, pasa el aspirador, limpia los cristales de las ventanas, cada quince días cambia las sábanas y las toallas y las pone en el cubo de la ropa sucia, junto a la lavadora.

Lucía es lo que se dice fina y esbelta como un junco, de melena larga y mechas brillantes, de caderas prominentes y tersas, de pechos prietos y reventones en sus camisetas escuetas. Viene dos veces por semana, los lunes por la mañana y los jueves a media tarde. Sus movimientos son enérgicos y eficaces. La energía de sus músculos es inversamente proporcional a la energía que alimenta su cerebro y eso hace que –invariablemente- luzca una sonrisa fácil y contagiosa. Lucía es en sí misma un oasis.

Los jueves, Juanpe regresa pronto a casa. Es el único día de la semana que yo no puedo recoger a Adriana en el cole para llevarla a ballet. Es el día que hay reunión de comerciales en la oficina, y es a propuesta mía, pues ese es mi proyecto estrella. Juanpe libra los jueves tarde, tras una ingente reata de esfuerzos por convencer a su jefe de que esas horas que deja de hacer los jueves son las mismas que luego hace el resto de días de la semana entrando media hora antes que los demás. Y que es una cuestión de dignidad en el trabajo el poder compaginar vida laboral y vida familiar. Lo consiguió y lo celebramos con una salida a dos: unas cervezas y unos pulpitos en el bar debajo de casa, pues dejar a los niños solos aún me produce una leve sensación de ahogo cerca del esternón.

Los jueves Juanpe vuelve a casa tras comer en el taller con sus compañeros. Se toma una ducha en el baño reluciente, se deshace de las ropas de trabajo y del olor picante a pintura rociada que él coloca directamente en el cesto al lado de la lavadora. Empaca la bolsa de Adriana con el mallot, los calentadores, el tutu, las zapatillas y la malla para el moño. Le prepara en la cocina recién aseada un sándwich, los jueves toca mermelada de arándanos. Y sale volado y con el tiempo justísimo para llegar a la escuela, recoger a Adri, ir hasta la academia de danza y, una vez allí, pelearse son la niña para recogerle el moño en la malla de delicados hilos rosados.

Juanpe es un padrazo y es la envidia de las mamis de la academia, que los martes no paran de martillearme con sus alabanzas por la destreza del papi haciendo el moño de su hija, tarea más que compleja harto desagradecida.

Yo no entiendo muy bien por qué tanta premura, por qué se le ajusta tanto el tiempo. Juanpe tiene tiempo más que sobrado para ducharse y hacer la bolsa de la niña. Ya solo faltaría que tuviera que dejarle todo preparado. Aunque Juanpe no es de estos. Él asume su parte de las tareas con agrado y convencimiento, sin tener que lanzarle puyas para que caiga en la cuenta de que no todo ha de recaer sobre mis hombros. Pero dos horas dan para más que para ducharse y hacer la bolsa y la merienda, si además está Lucia que le puede echar una mano con el sándwich.

Los jueves por la tarde son el oasis de Juanpe.

Y yo miro al cielo. Comprendo que todos tenemos que tener un oasis. Comprendo que quién tiene un oasis tiene un imperio, tiene una vida, tiene un cielo propio y azul bajo el que guarecerse.

Comprendo todo, mientras una halo de inmensa nostalgia se desvanece dentro de mi, por mi oasis perdido, por mi oasis desbaratado.

oasis


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He montado los apartados de tu valoración y de tus aportaciones de forma que sean  anónimos, tanto para los demás lectores como para mí misma. No podré saber en ningún caso quién eres. Sé que me arrepentiré de haberlo hecho así, pues habrá ocasiones en que desearé poder poner a alguien en mi lista negra negrísima, pero nada, me aguantaré, o sea, que a vuestras anchas…

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Ojo, a partir de aquí los comentarios ya no son anónimos, ¡¡ahora a controlarse!!

5 comentarios en “taller – Un cabello rubio en mi colada

    1. annalleonart dice:

      Tot és tornar-ho a provar i mirar-s’ho amb alegria, sobre tot quan no fa més que sortir del cubell mitjons i mitjons i mitjons i mitjons… que una pensa -a veure quan arriba l’estiu i es tornen a posar les xancletes!!!-.
      Una abraçada!

  1. Blanca dice:

    M’encanta Anna! i aquest paràgraf…molt, molt «Tender es mi oasis y también en los oasis ocurren cosas. Los oasis tienen un cielo inmenso sobre sí mismos, un cielo inmenso y azul del que pueden caer improperios que difícilmente una vez caídos pueden volver a descaerse. Lo sé. Como tantas cosas sé sin saber que las sé, o sin tener en cuenta que las sé. Es sabiduría incorporada, que vive en mí como un sustrato desconocido, olvidado o apartado».

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