La esbelta bóveda gótica

Durante años había conseguido mantener a raya la idea del suicidio, hasta ese día en que casualmente escuchó una conversación que no era suya. Fue una tarde a mediados de junio. Estaba, como tantas otras de sus anodinas tardes, en una pequeña cafetería del centro, leyendo un periódico y tomando su café. Entró una mujer, tendría cuarenta y tantos, quién sabe si los cincuenta. Había otra mujer en la cafetería en la que él ni tan siquiera había reparado, sentada en una mesita al lado de la cristalera, a sus espaldas. Se saludaron efusivamente, como suelen hacer las mujeres cuando están en un lugar público, aunque se hayan visto dos horas antes.

La recién llegada se sentó junto a su amiga e iniciaron una conversación alegre y distendida, una conversación rápida, donde apenas había espacio para los silencios. Ellas parecían disfrutar. Hablaron del mal tiempo que había obligado a cancelar un viaje a una de ellas, parece que previsto para aquél mismo día. No había nadie más en la cafetería: él detrás del periódico y ellas en pleno encuentro. Él no es de los que gustan escuchar conversaciones ajenas. Nunca o casi nunca lo hace. Pero algo le llamó la atención, era esa cadencia jovial en el conversar. No parecía haber ningún lugar al que llegar, disfrutaban del mero hecho de expresarse y de escucharse. Porque escuchar escuchaban. Una aportaba a la otra, se preguntaban, estallaban en risas, o se asombraban con pasmosa sinceridad. Era como si entre las dos estuvieran subiendo una cumbre y se fueran relevando en llevarse una a la otra de la mano, avanzando tramos a un ritmo envidiable. Era como si entre las dos estuvieran construyendo un algo común.

En un momento dado la conversación recorrió un recoveco inesperado.

– Ayer se suicidó el padre de un compañero de clase de Fabien. Es un drama, ni te imaginas.

– ¡Dios mío!

–  Se disparó a la cabeza con un revólver.

– ¿Pero quién tiene un revólver en casa?

– Pues este tenía uno. Su hijo encontró el cuerpo en el sótano de la casa. Pensó que era un vagabundo con quien alguien había ajustado cuentas y lo había abandonado allí; tan desfigurado estaba que ni lo reconoció.

– ¡Por Dios! ¡Qué horror, pobre chico!

– Están destrozados, nadie entiende qué ha podido ocurrir.

– ¿No dejó alguna nota? Siempre dejan una carta dirigida a la mujer o a los hijos, tal vez a la madre…

– ¿Te imaginas? Que encima te carguen con un peso en la conciencia para toda la vida.

– Sí… Algo así como: “Siento no haber estado a la altura de vuestras necesidades.”

– Mejor sin carta, a no ser que la carta te libere de sentirte culpable: “Lo he perdido todo, no puedo soportarlo más, las deudas me angustian…”, “No podía seguir manteniendo mi doble vida…”.

– En cualquier caso, es algo que siempre te señala: Tú no supiste ver que él estaba en un agujero terrible, sea o no sea por tu culpa directa, y eso ha de ser algo que no puedas perdonarte. O lo sabías y no supiste ayudarle.

– ¡Por Dios! ¡Siempre has de saber perdonarte! ¡Imagínate si no!

Y las dos amigas estallaron en unas carcajadas cómplices y vitales. Poco después una de ellas miró su reloj y se sorprendió por lo avanzado de la hora.

– Aún he de pasar a comprar fruta; no tengo nada de fruta en casa.

– Sí, y yo he de ir a recoger a Thomas a inglés, sale ahora en unos minutos.

– ¿Cómo que todavía vas a recogerle? ¡A su edad ya puede ir sólo a casa!

– Deja, deja, que ya se me acaba esto de hacer de mami.

– ¡Tranquila, que eso no se acaba nunca! ¡Ya querrías tú!

Y tal como habían empezado su conversación la acabaron, con toda su energía y con su alegre desinhibición. Las vio discutir para pagar los cafés. Luego salieron a la calle y aún estuvieron unos minutos charlando de pie, con viveza, se besaron y se alejaron por caminos opuestos.

Él cerró el periódico, lo dejó sobre la mesa y descansó unos minutos. Qué trajín, qué vitalidad. Recordó a su madre, la tremenda energía que mantuvo hasta los últimos momentos de su vida, frente a la lentitud que fue adueñándose de su padre a lo largo de la vejez, como un anquilosamiento lento y progresivo que se inició tras la jubilación.

¿De dónde sacan las mujeres esa fuerza motriz? ¿Qué es lo que las hace mantenerse siempre a flote? Y sospechaba que la clave a este enigma podía estar en esas palabras que le habían quedado prendidas: ¡Siempre has de saber perdonarte!

Siempre has de saber perdonarte. Ahí tenía que estar la clave. Ellas sabían hacerlo. Sabían perdonarse llegado el momento en que aquello que tenías que saber perdonarte empezaba a carcomerte por dentro como si una plaga voraz te hubiera invadido. Uno ha de saber en qué momento ya no podrá soportar más una situación, y en ese momento, en lugar de tomar el revólver y apuntarse al cráneo, uno ha de saber compadecerse de sí mismo. Ellas lo hacen. Él no. Él no sabe perdonarse. De hecho, nunca se le había pasado por la cabeza poder perdonarse a uno mismo y problema resuelto. Él creía que los errores del pasado no podían meterse en un saco y ahogarlos en el río, sin más.

¿Qué hacía él con sus fantasmas? Pues cargarlos día tras día, noche tras noche. Y ese día tras día no es que agrandara el error cometido, pero sí lo hacía más pesado. A veces tan terriblemente pesado que llegaba un momento en que le costaba levantarse de la cama. Eran esos días en que el peso se volvía insoportable. Y uno no se daba cuenta, sólo sabía que no podía levantarse. Incluso dudaba de si en esos momentos podría soportar el peso de un revólver en la mano, si podría alzar el revólver hasta apuntarse la propia sien.

Además ¿qué sentido tendría apretar el gatillo si no había nadie cerca para horrorizarse ante la imagen del hombre descompuesto en el suelo? ¿Qué diferencia había entre cargar con el peso o quitarse de en medio, si ya sólo a él le afectaba? Aunque ahora sabía que el éxito radicaba en la carta, más que en la puesta en escena. Tenía que ser una carta hecha a conciencia, incisiva y precisa como el bisturí de un cirujano, que demorara el hecho inevitable del autoperdón liberador.

Pero él no tenía revólver. Estaba de acuerdo con la amiga que se sorprendía de que alguien tuviera un revólver en casa. A pesar de que sí sabía que los que practican tiro suelen tener armas en casa, algunas muy sofisticadas, y gustan de mostrarlas a sus amigos, siempre al final de una larga velada, cuando el alcohol te induce a presumir de aquello que no deberías. También los policías, los guardas jurados, los escoltas, los militares… Quizás también los detectives. Pero ellas no habían aclarado este punto, no lo necesitaron. Apenas hicieron referencia al hombre cuya vida había zozobrado hasta llevarle al extremo de colocar el cañón de su revólver contra la sien, o a introducir el cañón en el interior de su boca, sintiendo el tubo metálico y frío entre sus labios temblorosos, y tras unos segundos que imaginaba terribles, sin horizonte a la vista, sin orilla en la que descansar, sin una sola mano a la que agarrarse; unos segundos que bien podían haberse vuelto minutos, hasta que el dedo agarrotado y doblado sobre el gatillo recupera un espasmo de vida suficiente para activar el mecanismo que hace que una décima de segundo después el hombre haya dejado de ser un hombre. Ellas no repararon en la tragedia previa a la tragedia. Ellas se lamentaron por el hijo, por la esposa, por la madre… Por los que quedaban vivos en este mundo de cuerpos vivientes.

Así son las mujeres. Quizás esa era la razón por la que él hacía tiempo había abandonado la idea del suicidio, porque sabía –sin saberlo- que llegado el momento ella sabría perdonarse, y el sacrificio no habría valido la pena.

* * *

Tres meses. Hoy se cumplen tres meses de esa conversación robada, y él ya ha visualizado hasta el agotamiento cómo va a ser su último segundo en este mundo. Sabe que el momento óptimo para dar un golpe de efecto hace mucho que pasó. Marie y sus dos hijas en común no deben dedicar un solo minuto al día a recordar que hubo un tiempo en que él fue importante en sus vidas. Hace doce años y cinco meses que no saben nada de él.

Él sí ha ido sabiendo de ellas, más al principio que ahora. Supo que Véro se instaló en Paris, que tuvo una niña, y sólo desea que su hija no sea tan implacable como Véro lo fue con él. Supo que Hélène viajó un año entero por la India, su pequeña y desorientada Hélène. Sabe, y esto lo ha averiguado recientemente, que Marie va por su tercer marido. Ahora vive en el suroeste, en una casa en el campo… Marie en el campo, ¡qué despropósito! Ellas han hecho uso del tiempo que se les ha dado para seguir existiendo, y han cambiado, han vivido. Quién sabe si sería ahora capaz de reconocerlas si cualquiera de ellas estuviera aquí, delante de él, en esta cola para comprar el tique para visitar el viejo castillo que se alza soberbio sobre el promontorio.

– No hay nada más absurdo que un suicidio a destiempo, se dice.

Y aun así recorre la pasarela sobre el foso y accede a la fortaleza. Anda a través del aire cálido de la tarde, cruzando los patios hasta el segundo recinto amurallado. Deja atrás las caballerizas y la sala de las cisternas. Le ha costado mucho dar con el lugar adecuado, y con el momento adecuado. Ha tenido que esperar a que decline el verano para que baje la afluencia de los turistas. Nunca le ha gustado hacerse notar, y ya no es hora de cambiar. Este antiguo castillo templario le concede la épica que él requiere a este momento, lejos de la sordidez del revólver disparado en un sótano. Siente no poder quitarse de la cabeza justo en este momento tan íntimo la imagen de las dos amigas de la cafetería, pero se perdona por ello. Llega al patio de armas, junto a la torre del homenaje. Espera que una pareja de ancianos turistas acaben de bajar los últimos peldaños de la estrecha escalera de la torre, se mueven con cierta dificultad. La señora le sonríe agradeciendo su paciencia. No tiene prisa, no es momento para andarse con prisas. Por fin accede a la escalera de caracol. Sube hasta el primer piso y se asoma al salón principal para contemplar por última vez la esbelta bóveda gótica. Retoma la escalera que lleva hasta el segundo piso y hasta la terraza sobre el valle. El espacio en la escalera se hace más reducido conforme avanza, pero a la vez va pasando de una tenue oscuridad a una suave y tostada claridad.

En lo alto de la torre la luz es plena sobre el ancho valle agostado, al fondo la imponente imagen del Canigou. Se acerca al lado suroeste de la terraza. Este es el punto perfecto. Se asoma entre dos almenas y observa el picado rabioso sobre la ladera. Deja en el suelo empedrado su cartera y las llaves del coche que ha quedado abajo, en el aparcamiento. Deja el tique que ha comprado para acceder al castillo. En el coche está la carta, bien a la vista; dentro de un sobre blanco en el asiento del acompañante, con el nombre y las señas de la última dirección de Marie, la de la casa de campo en el suroeste. También eso le ha costado un tiempo, averiguar su actual apellido y su dirección exacta. Trepa hasta el hueco entra las dos almenas. Mira cara a cara la intensidad del atardecer que se acerca. Se abalanza hacia el abismo y, mientras oye un grito desgarrador a sus espaldas, siente con gran consuelo como la carta vuela certera hacia su desprevenido destino.

la bóveda


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