¿Tú también tienes un adolescente en tu órbita? Sea un hijo, un sobrino, un vecino, el hijo de un buen amigo… Pues hagamos un ejercicio. Cierra los ojos, deja tu mente en blanco, respira profundamente unos minutos, lento y pausado. Ahora, así de repente y sin venir a cuento, piensa en tu adolescente. Visualiza su imagen sin previo aviso y sin elaborar. ¡Perfecto! Ahí lo tienes, sonriente y perplejo en medio de tu mente en blanco.
Déjame que adivine qué estás viendo… En tu mente se ha dibujado una persona que -sea del color, medida, peso… da igual de qué forma sea- cumple con las siguientes características: desdeñoso, expansivo, apático, ocurrente, sedicioso e -invariablemente- con un aparato de móvil acoplado en alguna parte de su estructura natural.
¡Impresionantes ¿verdad?, mis dotes para la adivinación!
A mí me cuesta ya recordar a mis adolescentes sin esa extensión de sus manos. Y va más allá de sus manos, claro. Es también una extensión de sus ojos, de su mente, de sí mismos. Si hoy nacieran de nuevo, me sorprendería tanto verles aparecer ante mí sin el móvil pegado a sus dedos y su cabeza orientada hacia él, como una gran antena programada hacia un insignificante transistor.
Y dentro de ese aparato ¿qué hay que los tenga tan absortos? Porque está claro que el trasto por sí solo no tendría la suficiente magia como para lograr esa veneración tan incondicional.
Dentro del aparato hay un mundo impresionante que supera todos los supuestos males tecnológicos que nos vienen acechando a la generación del parchís: es más que la play, que el ordenador, que la internete… Esto es otra cosa, nada que ver con tener el entretenimiento en la yema de los dedos.
Entonces ¿qué es lo que tiene el móvil que gobierna la vida de nuestros adolescentes?
Dentro del móvil está todo su mundo privado, su libertad, 24h al día y sin desconexión programada. Es la conversación inacabable con sus amigos, a todas horas. Es cualquier inmediatez expresada y compartida en vivo y en directo. Es la privacidad -o la sensación de privacidad- más redonda. Como madre, como padre, de nada nos sirve acercarnos de puntillas a la puerta cerrada de su habitación. Ninguna palabra para cazar al vuelo, ningún susurro para desentrañar. Todo ocurre en ese mundo subterráneo, oculto, silencioso y riquísimo al que sólo ellos tienen acceso. Y cuando digo ellos, no hablo de cada adolescente en particular, sino de todos ellos a la vez, pues ellos están ahí todos juntos, en ese otro planeta.
El móvil -sí, ese aparatejo feo y crepitante- supone la posibilidad de bucear eternamente en su mundo particular, no hay que abandonarlo dolorosamente tras la puerta de casa, sino que pueden seguir estando en él mientras están contigo, mientras vacían el lavaplatos, mientras hacen la cama, mientras pelan la manzana a la hora del postre, mientras miran una película en la tele.
¡Impresionante!
Debe de ser por ello que cuando a mi movilescente pequeño le digo antes de acostarse que tiene que darme el móvil, él me mira con esa cara de espanto e incomprensión. Podría quitarle el pijama, podría dejarle sin sábanas, podría retirarle incluso el colchón, que él lo aceptaría todo aún sin comprender. Pero… ¿El móvil? ¿Cómo se me ocurre pretender quitarle el móvil? ¿Acaso se me ocurriría pedirle que se deshiciera de su pierna derecha antes de ir a acostarse?
No,sin mi móvil!!
Bueno, bueno… Pero algunos más que movilescentes somos movilultos… Y eso ya no vale!!! Que no necesitamos un planeta aparte!!!
Mama, jo tambe t’estimo eh…
Smuaks! 🙂