Escena de Capítulo 2 – El acoplamiento – Tez morena sobre paredes blancas
Las damas de batas blancas
Hoy, dentro de nada, tenemos nuestra segunda reunión con las damas de las batas blancas. Y no es lo más divertido del mundo, no.
Es un grupo peculiar y un tanto sobrecogedor. Como de película antigua, en blanco y negro, con esos movimientos un tanto sincopados, como retardados, y esos hablares mestizos de doblaje barato. Y ahí, en ese enjambre de rareza reside el quid de todo.
Ya nos lo avisó la señora directora el primer día, recién llegados, antes de nada, incluso antes de Ben.
En ese primer día, ella entró en la sala cuando ya estábamos todos sentados. Nos inquietó su porte de mujer blanca entrada en años, alta y huesuda; su extrema delgadez visible a pesar de la bata; y el hecho de que arrastrara una cojera pertinaz que trataba de compensar con la ayuda de un elegante bastón. Se sentó con evidente fatiga y, siguiendo un guión de orden escrupuloso, tomó la palabra en primer lugar para darnos la bienvenida con su voz ronca, y enseguida presentarnos una tras otra a cada una de las responsable que conforman su camarilla de mando: psicología, social, fiscal, salud. Se molestó en advertirnos que desde ahora todo estaba en sus manos, que eran ellas quienes decidían, y que todo estaba por ver.
Ni sombra de recibimientos cariñosos, de agradecimientos por nada.
¿Alguien esperaba ser bienvenido?
Quedó claro que no había motivos para congraciarse de las miserias ajenas que les empujaban a tener que dejar a sus amados niños en manos de extranjeros, y para más inri españoles, otra vez.
Quedó claro el dolor.
Y ya sólo le faltaba informarnos de los pasos que conformaban el proceso: por de pronto se abría un tiempo de prueba –más retos, más demostraciones- para ver si encajábamos con el niño. Serían ellas quienes decidirían. Y comenzaban ese nuevo negociado con sus sonrisas gélidas, en esa sala gélida alrededor de esa mesa enorme y desconchada. Se palpaba el frío, un insidioso frío físico que me acuchillaba los huesos a pesar del sol generoso que reverberaba en el ventanal. Y esas batas blancas que envolvían al cónclave de damas, y que le daban a todo un aire de experimento, de laboratorio; de prueba, al fin y al cabo.
En cuanto la señora directora tuvo todo dicho, y con un acertado control del tiempo -que me espantó y me confirmó que nos habíamos extraviado en una vieja película de suspense-, unos nudillos animosos golpearon la puerta y una mujer asomó pidiendo su permiso a la directora. Nos presentaron a Vero, psicóloga encargada de la preparación y el cuidado de Ben. Ella nos pidió que la acompañáramos y apenas si nos despedimos de las damas de blanco.
La psicóloga nos guió por pasillos y escaleras, a través de salas vacías, y nos habló de Ben y de la emoción con que nos esperaba desde hacía días.
Vero nos regaló la serenidad tras la zozobra.
Vero es una mujer menuda, de voz aterciopelada y sonrisa ancha. Emana ternura con una sencillez que impresiona, a pesar de vestir también una bata blanca.
Y ya desde ese primer día quedó claro que nada es lo que pueda parecernos, que de poco sirven nuestras costumbres, nuestras expectativas. Que las normas no las ponemos nosotros, que el tiempo no es el nuestro, que quién sabe si incluso estamos de más.
Pero hoy, en esta segunda reunión, las sonrisas parecen más cómplices.
Supongo que todos necesitamos tiempo.
Tan solo supongo.