LA ESBELTA BÓVEDA GÓTICA
Durante años había conseguido mantener a raya la idea del suicidio, hasta ese día en que casualmente escuchó una conversación que no era suya. Fue una tarde a mediados de junio. Estaba, como tantas otras de sus anodinas tardes, en una pequeña cafetería del centro, leyendo un periódico y tomando su café. Entró una mujer, tendría cuarenta y tantos, quién sabe si los cincuenta. Había otra mujer en la cafetería en la que él ni tan siquiera había reparado, sentada en una mesita al lado de la cristalera, a sus espaldas. Se saludaron efusivamente, como suelen hacer las mujeres cuando están en un lugar público, aunque se hayan visto dos horas antes.
La recién llegada se sentó junto a su amiga e iniciaron una conversación alegre y distendida, una conversación rápida, donde apenas había espacio para los silencios. Ellas parecían disfrutar. Hablaron del mal tiempo que había obligado a cancelar un viaje a una de ellas, parece que previsto para aquél mismo día. No había nadie más en la cafetería: él detrás del periódico y ellas en pleno encuentro. Él no es de los que gustan escuchar conversaciones ajenas. Nunca o casi nunca lo hace. Pero algo le llamó la atención, era esa cadencia jovial en el conversar. No parecía haber ningún lugar al que llegar, disfrutaban del mero hecho de expresarse y de escucharse. Porque escuchar escuchaban. Una aportaba a la otra, se preguntaban, estallaban en risas, o se asombraban con pasmosa sinceridad. Era como si entre las dos estuvieran subiendo una cumbre y se fueran relevando en llevarse una a la otra de la mano, avanzando tramos a un ritmo envidiable. Era como si entre las dos estuvieran construyendo un algo común.
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