Gamberro hasta el último suspiro, ayer –Jueves Santo- falleció Gabriel García Márquez en su casa de la colonia de San Ángel en México DF.
Y no consigo sentir nostalgia, sino una plácida y profunda alegría, una serena plenitud de ánimo, y un agradecimiento infinito hacia la persona de este hombre que dedicó su vida y su energía a narrar con libertad, con ingenuidad incluso, sin límites y sin moldes, sin envaramientos ni retóricas aprendidas.
Estaremos de acuerdo en que no hay nada peor que un escritor impostado. Perdón, sí que lo hay… Mucho peor que un escritor impostado es encontrarse a un buen escritor impostado, y por desgracia eso ocurre demasiado a menudo.
A pesar de la enormidad y el boato que alcanzó su figura pública –desde hace ya tantos años-, a pesar de la pátina de sobriedad con que le envolvió el Nobel, y de los cientos de imágenes en que hayamos podido verle sonriendo al lado de los grandes pesos mundiales –políticos, literatos, científicos, mandatarios religiosos…- no debemos ver a García Márquez a través de los ojos protocolarios y solemnes de la élite que se lo ahijó, siempre ella tan necesitada de ídolos.
Yo sólo conozco al García Márquez que me habla a través de sus libros, con su arrolladora forma de narrar, con su sencillez y generosidad. Es un narrador próximo, que te toma de la mano y te conduce a su mundo con una camaradería inusual. Te invita, te conmueve, te sorprende, te ríes por la desfachatez con que puede narrar la escena más escabrosa. Cuando lo lees, sientes que está ahí contigo y que se ha tomado la molestia de hacer el fabulador para tu disfrute, para que te sea llevadera esta vida en crudo que él te cuenta –con todas sus fatalidades y sus dramas a pie de calle-. Es un narrador que invita a todos los públicos a su fiesta, que no deja a nadie fuera. Y eso –en un escritor de raza como él ha sido- es de verdad impagable, aunque también a menudo se haya usado en su contra. No creáis a los ruines que le han reprochado su falta de profundidad, sólo es que a ellos les sobra.
Cuando escribo esto son poco más de las 9 de la mañana, Viernes Santo, siglo XXI, y os cuento con asombro que está llegando a mí, a través de mi ventana abierta, la voz distorsionada por los altavoces del párroco de la Iglesia de mi pueblo que lee el Evangelio en procesión por las calles vacías, ahora cantan los fieles que le siguen, arrastrando penosamente las notas en su desafino, y ensalzan a Jesucristo que dio su vida por todos nosotros. Y sé que no es verdad, no puede ser cierto que a estas horas tempranas de un día festivo, en un pueblo de la costa catalana moderno, laico, intelectual -tocando a la Barcelona en que Gabo vivió la sensatez de la vieja Europa-, ocurra una estampa tan próxima al realismo mágico. No te preocupes, Gabo, no es que nos hayamos vuelto retrógrados de repente, es el señor cura que te rinde sentido homenaje.
Sigamos a lo nuestro. Ahora todos nos hablarán de Cien años de soledad, su obra más reconocida, y en verdad es un festín para los sentidos. Pero yo me quedo con dos perlas, pues reconozco que tengo debilidad por las obras cortas (menos siempre es más). Yo me quedo con Relato de un náufrago, por favor que nadie se salte el prólogo, La historia de esta historia, (¿os he dicho alguna vez que un lector que se precie no desperdicia ni las tapas? ¡Hasta el ISBN hay que leerse!). Y también me quedo con Crónica de una muerte anunciada, pues es en sí misma un alarde del arte de narrar. Para empezar nos coloca el final del cuento en el mismo título, y, por si no nos hemos querido dar cuenta, abre el primer capítulo confirmando este final “El día en que lo iban a matar, Santiago Nasar se levantó a las 5.30 de la mañana…”. Magistral para mí la escena de la autopsia… ya me diréis.
Lo dicho, gamberro hasta en su último suspiro, ayer –Jueves Santo- falleció Gabriel García Márquez, y sé que este domingo resucitará sobre las mesas de todos los puestos de libros que –en esta Barcelona de su corazón- se expondrán para celebrar la proximidad de la diada de Sant Jordi. Y ahí estaremos con él, con devoción y fervor, arramblando con sus historias y con sus desbordantes ansias de narrar.
Gracias Gabo.
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