Cuento de Navidad

17. des. 2015 | ficciones | 0 comments

Marcela lo observa desperezarse, un día más. El hombre sabe que antes de las 7 y media de la mañana tiene que estar en la calle. Lo ve incorporarse con esfuerzo y revive su misma sensación de todas las mañanas al desentumecer su viejo cuerpo, pero es que el exceso de edad no perdona. A ella también le cuesta un mundo ponerse de pie. No quiere ni imaginarse cómo debe de ser dormir en el suelo sobre cartones. Un horror. El hombre es mucho más joven que ella, aunque aparenta tener siglo y medio sobre sus espaldas, es cosa de la herrumbre que da la calle.

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El hombre recoge sus enseres en un carrito de la compra sucio y destartalado. No acaba de estar del todo erguido, siempre queda en un punto encorvado antes de enderezarse. Viste un pantalón de chándal marrón y una sudadera oscura. Toma un sorbo de un botellín de agua que guarda en el carrito. Escupe en su mano ruda y pasa la mano por el cabello. Si esto fuera un TBO, se verían moscas revolotear alrededor de su cabeza, pero es la vida real, y Marcela lo observa desde suficiente distancia para no percibir su olor agrio a cuerpo devastado.

Abre la puerta del cajero de la oficina bancaria y se va andando cabizbajo por la acera hacia la plaza de San Luis. ¿A dónde irá? ¿Dónde pasará el día? ¿Merodeará por los contenedores de basura? ¿Hará cola en el convento de las Clarisas para que le den un tazón de leche y un bizcocho? ¿Irá a pedir limosna a la puerta de alguna iglesia? ¿Bajará al metro para seguir durmiendo en un rincón? Todo esto se pregunta Marcela mientras ayudándose del bastón se levanta del banco donde se sienta hace varias semanas a observar al hombre del cajero. Su hijo no comprende porqué se levanta tan temprano, pudiéndose quedar cobijada en la cama hasta media mañana. No hay nada para comprender, sencillamente son más de sesenta años levantándose antes de las 5 para ir a su trabajo en el mercado. Nada que comprender y nada que explicar, solo resoplar un poco y sonreír a su hijo. Detrás de él, siempre con el abrigo puesto, su nuera mira con descaro el desarreglo del comedor, la mugre que se acumula en la cocina. Más de un día, cuando se han ido, Marcela ha encontrado marcas de un dedo fisgón deslizado para confirmar que todo está algo dejado, en la encimera o en la esquina de un estante o detrás de la fotografía de Manuel en el aparador. Nada que explicar y nada que lamentar. Ella vive bien así. Y como se mueve ya tan despacio el polvo apenas se inmuta, no se incordian el uno al otro.

Mientras camina tercamente hacia el horno, Marcela piensa con sorna en qué diría su nuera si conociera a su nuevo amigo. ¿Repugnancia? ¿Asco? Quién sabe, ¿quizás unas onzas de compasión? No, esa mujer tan repeinada no tiene tiempo para la compasión. ¿Y qué siente ella misma? ¿Curiosidad? ¿Compadreo? Qué más da. Sencillamente siente que le hace compañía desde su banco debajo del platanero. Algunas mañanas se han cruzado sus miradas, un día Marcela levantó la mano en un saludo. Todo muy serio y muy educado.

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Y ahora llega la Navidad. Anoche encendieron ya las luces en la plaza de San Luis, y suenan los villancicos en los altavoces dentro de las tiendas. Marcela elucubra con la bolsa del pan en una mano y el bastón en la otra. Hace planes. Se pregunta con ilusión en qué le va a regalar a su amigo, y sabe que mientras piensa en esto no piensa en los regalos que ha de hacer para su nuera. ¿Otras medias? Oyó como le decía el año pasado a su hijo al abrir el paquete. Que ande torpe y encogida no quiere decir que haya perdido el oído, oye perfectamente. Y también piensa de maravilla. Comprará unos buenos calcetines, o un chándal nuevo, o una manta para estrenar. No sabe si es más regalo el regalo en sí o el hecho de estrenar. Lo segundo, sin duda, se dice tras pensarlo por un instante.

La semana antes de Nochebuena Marcela se encamina hacia la mercería en la esquina. Compra tres pares de calcetines bien gruesos. Y unas medias para su nuera. Envuélvemelo en dos paquetes separados, por favor. Regresa a su casa con la conciencia saltarina, se siente traviesa. ¿Otras medias?, dirá su nuera con hartazgo. Y estará bien que así sea. Mientras que él se alegrará por desenvolver un paquete, quitar el papel de regalo, encontrar tres pares de calcetines y que alguien haya pensado en él.

Llega Nochebuena y Marcela tiene que bajar al cajero el paquete para su amigo. Ya hace años que esta noche su hijo la recoge para cenar en su casa, con su nuera y los padres de ella y el hermano, con su esposa y sus hijos, y una tía vieja y remilgosa que no sabe de dónde viene, aunque cada año se lo cuentan. No sabe cómo hacer para dejar el paquete. Debería haberlo hecho días atrás, pues hoy todo es más complicado de organizar de lo que había previsto. En verdad no había previsto nada. No pensó en cómo haría para dejar el paquete. Si lo deja antes de irse a cenar, será demasiado pronto, cualquiera se lo podrá llevar. Si lo deja a la vuelta, demasiado tarde, ya estará el hombre en el cajero y por nada del mundo quiere importunarlo.

Al final, Marcela no se decide. Sale de casa con el paquete en el bolso. Ya verá. Su hijo la ayuda a entrar en el ascensor. Mejor será que lo deje ahora, confía en que nadie se lleve un paquete que dice “Para el hombre que duerme sobre cartones”, nadie que no sea él se puede identificar con este aviso. Mientras baja en el ascensor su hijo le está contando que hace mucho frío, y que ha ido también a recoger a sus suegros que están esperando abajo en el coche. Yo he de entrar un momento al cajero, no tengo dinero. Mamá no necesitas dinero para cenar en mi casa. Es para mañana, hijo. Amalia me ha pedido que no tardáramos, que no quiere que se pase el besugo. Ya mañana sacas dinero cuando bajes a desayunar al horno. Mañana es fiesta, hijo, mañana desayuno en casa. Bueno, pues dame tu tarjeta y yo te saco el dinero. Cuando llegan abajo su consuegro –tan educado él- está esperándola en el rellano. Le hace una reverencia: ¡Doña Marcela, cuánto tiempo, qué gusto verla tan bien! Es un exagerado, este hombre. Detrás de ella oye a su hijo que le dice: Yo tengo efectivo, mamá, te doy 40 euros y ya me los devolverás. Y entre los dos hombres la llevan en volandas hasta el coche, donde está su encopetada consuegra maquillada hasta el desquicio y con su sonrisa de charol. ¡Qué bonita noche!

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Cuando su hijo gira la esquina con el coche, Marcela ve como el hombre de las moscas sin moscas sube calle arriba arrastrando su carrito de la vida. Hoy se ve más triste que nunca, camina más despacio que de normal. Está disgustada consigo misma. Por tonta. Debería haberse impuesto a su hijo. Debería haber entrado al cajero para salir enseguida diciendo: ¡Uy, qué tonta!, si me he dejado la tarjeta arriba, no importa, ya mañana. Ahora ella se va a cenar con todas esas personas y con los calcetines en el bolso mientras su amigo se queda solo y sin cena, con este frío de miedo, con los pies desabrigados y con su Nochebuena sin regalos.

Cuando más allá de la medianoche Marcela regresa a casa, se niega en redondo a que su hijo la acompañe hasta arriba. Déjame aquí, le dice, ni que yo fuera una anciana. Ves a dejar a tus suegros, que Conchita está agotada. Gracias Marcela, ya quisiera yo tener tu ánimo y tu energía. No sabe cómo lo consigue, pero la dejan sola en la calle. Se despide con la mano en alto y hace como que entra en el edificio. Cierra la puerta detrás de sí y espera. Oye como el coche desaparece con su ruido de motor. Espera todavía unos minutos. Odia tener que dar explicaciones de vieja. Ya no pueden estar cerca. Abre la puerta y se dirige al cajero, siempre iluminado. ¿Cómo se puede dormir con toda esa luz encima de uno? Siente miedo. Siente obstinación. Siente algo de inquietud por allanar morada ajena. Siente travesura. Estira de la puerta con sumo cuidado. Reza para que el hombre esté dormido y que no se despierte. En el cajero, el hombre ronca con toda una gama de bufidos y toses y gruñidos. El olor que ocupa todo el espacio es espeso de vino malo y de queso putrefacto y de sudor y de basura y de desdén. La temperatura, comparada con el helor de la calle, es picosa, irrespirable. Marcela se acerca a él, se agacha a espaldas del hombre y el paquete se le cae de las manos. El hombre se remueve en su pesadez. Una botella de vino cae con alegre estrépito y rueda hasta dar con el carrito. Está vacía, no vierte ni gota. Marcela retrocede con torpeza sin quitar la vista del hombre durmiente que ahora muge como un buey, gruñe como un oso, ruge como un león. Marcela empuja con sus pocas fuerzas la pesada puerta y agradece el frío limpio de la calle.

Tiembla de pies a cabeza. Imposible andar más rápido, aunque siente que la persigue el mismo diablo, con sus crujidos, sus llamas y su rechinar. Algo se le irrita en el estómago. Le vibran los oídos creyendo oír lo que no es. Las sienes le explotan a redobles de tambor. Cuando por fin consigue cerrar la puerta de su edificio detrás de sí, apoya su cuerpo en ella, tratando de sobreponerse al desmayo que amenaza. Toma con ansia pequeñas bocanadas de aire. En un intento por calmarse, exprime un suspiro que más parece un graznido y siente como, en una arcada desesperada, el besugo de su nuera salta pletórico de lo más hondo del estómago al inmenso mar de los buenos deseos navideños.

¡Feliz Navidad!
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