Finalista en la XXIX Hucha de Oro
Concurso de cuentos de las Cajas de Ahorros Confederadas
Junio 2001
Desde este otro lado del espejo
“Siento más compasión por los adultos que por los niños.» Salvador Pániker
Es domingo en Ciudad de México. Domingo y marzo también en la plaza de San Jacinto, allí en el San Ángel de los pintores y artesanos. El sol, a las nueve de la mañana, ya es luminoso, picante, y salpica de incontables luces y sombras la tela blanca que Lucinda extiende en el suelo, bajo el vistoso árbol de flores anaranjadas. Lucinda tiene los ojos rasgados y la piel cobriza. Es menuda. Callada. Etérea. El cabello negro negrísimo enmarca su cara de luna y cae vertical a su espalda en una flecha trenzada. Lucinda desempaca el fardo de sus labores y extiende con cuidado los pañitos bordados sobre la tela blanca, a modo de exposición. Es el último domingo de marzo, y no tardará en llegar Joaquín para ayudarla a vender los tapetes, quién sabe si el mantel azul, y luego se irá con él hasta el campito; también con los niños, los suyos y los que se añadan. Lucinda vive rodeada de niños, como en un enjambre de pequeñas sombras. Están los que ella ha parido, y luego están los que van y vienen. Entre todos forman una nube cambiante, que ronda y desagua por doquier: ahora a su vera, luego en la parada vecina, cerca de la tortillería al mediodía, o con el abuelo Pascual, el que vende lindas marionetas talladas en madera. Pero Lucinda este domingo está sola, es la tristeza que ahuyenta a los niños, aunque puede oírlos a lo lejos, por detrás del murmullo acuoso que la desdicha arma en su interior.
Otro año más, como cada final de marzo, esta tarde Lucinda tendrá que dejar el DF para irse a la siembra. Quién sabe si un mes, quién sabe si dos. Quién sabe el tiempo que pasará sin ver a José. Ella que le ve todas las tardes como regresa de la escuela en el pequeño camión, tan gracioso en su uniformito a cuadros. Que lo espera sentada con fingido disimulo en el banco de piedra al otro lado de la calle, frente la gran casa de los niños, donde cose la tarde entera para tratar de pasar desapercibida en el ratito escaso que tarda José en ir del camión a la casa. Y cada vez que le ve suspira, y lo espía por encima de la aguja que busca el paño para coserle una cruz, y otra, y otra más. Lucinda cose cruces silenciosas y diminutas que dibujan pájaros y plantas sobre el paño mientras los niños bajan del coche, alegres y en hilerita, José siempre entre ellos, siempre limpio y aseado, siempre bien peinado y con la carterita al hombro. Y las muchachas los vigilan con sus delantales rojos y negros, y también de un blanco usado. Y se oyen risas y canciones. Todo en el tiempo de tres silenciosas y diminutas cruces, tres nomás. Y luego cientos de incontables cruces hasta ver de nuevo la silueta escurridiza de José, a la tarde siguiente.
Lucinda se pregunta por qué le llamarán Osvaldo a su niño, cuando está tan claro que nació para llamarse José, con esa mirada tan limpia, tan viva. Se lo pregunta cuando ya la puerta se cierra entre los muros de la casa, y el paño descansa sobre el regazo, y ella trata de regresar a su mundo mientras aparta los cabellos de la cara de Raúl para quitarle los mocos, y busca con la mirada el vestido deshilachado de Azharina entre los coches, pues de pronto le entró el afán de pulcritud, y nota a su espalda el calor viscoso de Violeta dormida en el rebozo, que hoy Pedrito no juega con ella, que se quedó con la ciega Marta en el mercado para ayudarla a voltear las tortas, pues con el catarro y la vejez ya no reconoce el olor del tostado, y si todo anda bien y vende la mercancía del día, la ciega le dará a su mayor un peso, y si no una tortita seca, o un buen pellizco en el cachete.
Fue en la tarde del viernes que se le desprendió un “adiós” de los labios, en cuanto vio a José tras el umbral.
Este atardecer Lucinda se irá al destierro de la siembra. Pero cree en Dios. Y confía todo todito que su buen Dios le guardará el niño hasta que regrese. ¿Por qué no iba ha hacerlo? Su diosito lindo la comprendió, incluso mejor que ella misma, cuando no tuvo otra que dejarlo con la joven Herminia para ir a sembrar. Una vez más la siembra, una vez más la cosecha. Porque Joaquín lo dijo bien claro: “José no puede viajar con las fiebres, no sobrevivirá el camino”. Y dejó su bebé minúsculo que se moría ardiendo, con fiebres desde que llegó al mundo, que ya le sentía abrasarle el vientre el tiempo que vivió en ella. La joven Herminia se asustó de verlo cocerse en el capazo entre llantitos de flojera. “Ocho días hace que lo llevé a la gran casa de los niños, Lucinda; lo llevé que moría, mi amor”. Y Joaquín lo dijo bien claro: “Olvídalo mujer, el niño nació sin tiempo”. Pero su diosito se lo cuidó entonces, y lo mantuvo en el mundo de los vivos. Que ella lo sabe cierto, pues no faltó tarde desde ese día en que Lucinda bordara sus paños delante de la gran casa de los niños, y nunca vio sacar a un niñito enfermo, y nunca oyó un silencio compungido, ni olió el aroma cítrico de la muerte. Y también de esta siembra se lo ha de guardar su buen Dios, hasta que ella regrese a su banco de piedra desde donde lo ha de ver crecer.
Pero no, mi confiada Lucinda, ya no habrá más compasión.
Tú no lo sabes, pero ya no has de volver a ver a José. Y es porqué tu diosito te quiere y te protege, y no te quiere ver sufrir, que espera a que pase el último domingo de marzo, y deja que venga Joaquín a recogerte para llevarte con los niños bajo el volcán, a tu siembra temida. Y será en este último lunes de marzo que llegará a la ciudad un avión blanco con una especial carga de ilusión: de ilusión y de temor y de un vértigo oscuro que se me abre a los pies como un abismo asombrado; más asombrado incluso, fugaz Lucinda, que el abismo que me tentó el alma aquella vez desde el balcón sobre el Niágara; más asombrado incluso, tímida Lucinda mía, que la llamada sepulcral con que un amanecer me extasió el Ganges. Que tú no sabes, pero no hay más gran experiencia que el viaje a los rincones oscuros de la propia emoción, ese viaje que hasta el momento no hallé en las mil guías que atesoro. Y con esta magnética visión que me subleva el alma cierro hoy, último domingo de marzo, mis maletas dispuestas para emprender este viaje total, este fabuloso viaje en el tiempo que ha de ser sin retorno.
Sembrarás la primavera, sumisa Lucinda.
Y por fin regresarás en mayo, como a la segunda semana, a media tarde. Y sin parar siquiera a desembalar los bultos en casa de tus comadres correrás a apostarte en el banco, con tu racimo de niños aún adormecidos del pesado viaje. Pero para tu suerte habrás llegado tarde, y no alcanzarás a ver que es tu niño José quien se aleja en el taxi de sereno color crema, el mismo que se enreda de un frenazo en tus atolondradas prisas; no habrás de verle sentadito, inquieto y sonriente, en medio de sus papás. Tampoco notarás el halo de infantil desconfianza que para ti retendrá el aire, pues ya le habrán explicado a tu José que mañana será el gran día, por fin, en que subirán los tres al gran avión blanco, y que pasará una noche muy muy larga, tras la cual le amanecerá un nuevo país, y abuelos, y tíos, y primos, y tantas y tantas cosas que, la verdad, José andará aturdido… aunque ya se acostumbrará, y ya olvidará, bien pronto olvidará.
Quien no podrá olvidar jamás serás tú, perpleja Lucinda, que esperarás una tarde tras otra, hilvanando cruces y vagas suposiciones: enfermó, con estos calores enfermó; quizás lo llevaron al hospital y pronto regresará; quién sabe si ya cerraron las escuelas, pero no, el camión sigue llegando, tarde tras tarde, sin tu niño; tal vez creció en este tiempo, tal vez es aquél otro niño de la mirada clara, un aire le da a José, pero no, seguro que no es él, ¿cómo pudiste dudarlo?; quién no te dice que se portó mal, y le castigaron, ya se sabe, los niños son revoltosos; quizás ya aprendió todo y le dieron días de descanso y juegos en la gran casa; quizás…
Y llegarán las lluvias de junio, y las de julio, copiosas gotas sobre tu banquito de dudas.
Hasta que una tarde dispersarás tus niños, unos aquí, otros allá, y te llegarás sola y temblorosa ante la puerta de la gran casa con la única intención clara de pulsar el timbre y esperar. Una muchacha te abrirá la puerta, y verás tras ella las airosas copas de los árboles del jardín, oirás las risas chiquillas flotar sobre el escondido patio de juegos, te deslumbrarán las cristaleras de colores en el enorme caserón. Notarás los labios serios de la muchacha moverse, quién sabe si articulando palabras que no oirás, pero verás esos labios dulces, después de todo, dulces y cobrizos, y ese sabor familiar te dará la fuerza que nunca creíste tener para decir a tu vez “¿El niño José?”. El zumbido del temblor en tu cuerpo no te dejará oír a la muchacha que te invita a pasar, a que te identifiques, a que le cuentes tu problema a la licenciada psicóloga, o a la licenciada directora, o a la licenciada de trabajo social, o a… “¿José?”, será tu única contraseña, esa y no mover los pies ni un pulso de debajo del quicio de la puerta. La muchacha tendrá la paciencia que da el trato habitual con los necesitados, y te dirá que “Sí mamita, pasa y cuéntales tu caso, que a buen seguro te pueden ayudar, a ti y a tu José, pasa mujer”. Por fin, la súbita congoja ante una bata blanca que intuirás tras la cristalera principal te dará la claridad para soltar un leve “¿Pero adónde se llevaron a mi niñito Osvaldo?”, pues algo te susurrará que su presencia ya no está aquí, sí, como un doloroso y repentino vacío bajo las hojas de los imponentes árboles. También la muchacha comprenderá y te empujará con cariño fuera de sus dominios, “Vé con Dios mamita, que Osvaldo ya se fue a España con sus papás”, acertarás a oír antes de quedar aturdida y menudísima, pegada al oscuro portón, como una lagartija inmóvil en medio de la larga acera terrosa de barro y viento.
Ya ves, incauta Lucinda, te habrán hundido de por vida en un acertijo imposible. Jamás entenderás el sentido de esas palabras que la puerta te habrá abanicado a los oídos antes de cerrarse para siempre. Nunca podrás entrever siquiera la oscura relación entre la siembra y el niño Osvaldo que se fue a España. No sospecharás ni por asomo el intrincado camino de leyes, acuerdos, tratados, concesiones, renuncias y deseos hastiados. Sólo España: esa palabra antigua que pertenecía a tus antepasados y que de repente llenará todo tu presente hasta asfixiarte.
Pero no debes sufrir, mi desgajada Lucinda, pues la vida es bella, y única, y tienes que saber vivirla como Dios te conceda vivirla. Mírame a mí, que siempre me conformé con lo que me dieron. Mírame a mí, que esperé año tras año la llegada de Jaime, sin desesperar, o desesperando sólo a poquitos. Y también te digo con franqueza, tardía Lucinda, que cuando imagino el río de tu dolor revuelto no puedo comprender por qué no llamaste antes a esa puerta, por qué no luchaste por tu José mientras estaba ahí, a tu alcance; con seguridad entonces podrías haber recuperado a tu niño, y ahora no tendrías que penar desconsolada. Pero ya no. Las recompensas siempre llenan los corazones que se esfuerzan. Mírame a mí, cómo cuido de Jaime con pasión, sin mostrar reparo por tu color cobrizo, ni por la flecha negrísima de tu cabello que adivino tras su carita de luna, y esa mirada tan limpia, tan ingenua. Que nunca antes vi un niño más feliz, suave Lucinda, que ha vuelto a la vida, y tiene ante sí un futuro espléndido, todo un mundo de posibilidades. Ya va a la escuela, con su flamante uniforme azul, que parece un marinerito. Ya habla inglés, te asombrarías de lo bien que recita los números del uno al veinte. Incluso este verano aprendió a nadar, con su bañador de pescaditos en ese verde mar que alguien te habrá contado que existe. Y ya hace días tenemos envuelto para él, escondido entre la ropa de mi armario, un coche rojo y brillante, enorme, que le vamos a regalar este domingo, pues ya no te acordarás que este domingo es su cumpleaños.
Poco más, querida Lucinda, sólo decirte que Jaime está bien, y que te deseo de corazón que la cosecha de este año sea abundante, aunque he leído que vivís bajo la amenaza latente del volcán que vuelve a humear. Gracias a Dios sois fuertes, y estáis hechos a las adversidades.
Recibe muchos besos, desde este otro lado del espejo.